Aquél niño parado al umbral de la puerta que camina hacia el padre entre una sucinta tiniebla parece que está sosteniendo alguna amorfidad en sus manos, sus ojos abiertos que devoran cualquier cosa que su silencio deja vivo, se dirigen a la silueta en la cama, al mismo tiempo que su mano extendida, en un austero gesto de ofrecimiento, entrega el tesoro descuidadamente traído a su presencia.
El ángulo de noventa grados, grave y saéticamente, perdió su forma cuando las manos del padre palparon y denotaron lo que la amorfidad realmente era...el producto de lo que nos separa y une entre nosotros mismos.
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